miércoles, 29 de junio de 2011
La pasión no desciende
Esa maravilla, su hijito, ya le preguntó casi todo lo que no hubiera querido contestar jamás: ¿entonces River no es el mejor de los mejores, papá?, ¿a veces, aunque sea unas poquitas veces, River te falla?, ¿papá, si se fue a la B, River no sigue siendo el más grande?, ¿si ésto le podía pasar a River, por qué no hicimos nada para qué no pasara?, ¿qué vamos a hacer los domingos, papá?, ¿a River lo queremos igual, igual, igual que antes?
No hubiera querido contestar jamás esas dudas desesperadas, pero contestó como pudo, con algún argumento, con doscientas caricias, con la ternura completa.
Él, papá en tristezas porque River descendió y está tristísimo, le contestó como pudo, sí, destartalado en los argumentos, lastimado en los razonamientos y verificando que hay anocheceres en los que a los hijos se les intenta explicar hasta lo que no se puede explicar.
Vestido de River su hijito, vestido de River él, desplegó las palabras más exactas de todos sus diccionarios con verdades quizás incompletas, pero verdades al fin. Las mismas verdades que su propio padre le había enseñado en algún momento de su vida:
Los resultados son menos importantes que el amor. Perder una categoría no es perder la pasión, no siempre es posible frenar lo que viene mal pero siempre hay que hacer el intento. El corazón es un indicador más importante que las tablas de posiciones, la grandeza radica en tener una identidad y no en que esa identidad esté en la cumbre o en el suelo. En las tribunas merecen caber la decepción y la bronca pero nunca la tragedia, el fútbol es una posibilidad hermosa aunque no desemboque invariablemente en algo hermoso. Lo importante no es jugar el domingo o el miércoles sino la perspectiva de respirar juntos un aire de cancha. El fútbol es, por supuesto, abrazarse en el instante del gol, pero también es estar juntos en la hora de la tristeza.
Tanto contestó y contestó que supuso que, vestidos los dos de River, ya no quedaban preguntas y ya no quedaban respuestas.
Esa maravilla, su hijito, lo enfocó, dulce, mágico, distante de todos los morbos y de todos los morbosos que montaban shows alrededor del descenso de River, y llorando como tanta gente en todo ese y en todos esos días, como mucha gente en el mismo minuto, como se llora de tanto en tanto por el fútbol, como en unas pocas citas de la existencia lloran juntos un hijo y su papá, y habló:
-Papá, ¿cuándo se secan los ojos?
Las yemas de tres dedos apoyadas en su cara le alcanzaron para descubrir que el par de ojos que lo enfocaba ni amagaban con secarse. Sin embargo, acaso para su asombro, otra verdad heredada de su padre le permitió contestar. Y contestó que las tristezas del fútbol eran intensas pero no eternas, que más pronto que tarde los ojos iban a secarse, y que la garganta, las vísceras, las palpitaciones y las ganas se le iban a encender de nuevo, reales y fantásticas a la vez, porque suceda lo que suceda, River siempre va a ser River.
Esa maravilla, su hijito, parecía que no iba a hacer más preguntas, pero le quedaba una más:
-¿A la cancha vamos a seguir yendo, papá?
Le contestó con dos, con cinco, con seis "sí" consecutivos. Después certificó que todavía no tenía los ojos secos. Y también que la pasión nunca se va al descenso.
Texto: Ariel Scher
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario